Discurre el capitán
—hábil marino
del noble bergantín en
puerto anclado—:
—Se encuentra en su bogar
depositado
la expectativa de mi fiel
destino.
Si la nave encallara, yo
sería
de los muelles un triste
vagabundo:
beodo, miserable e iracundo,
agonizando de melancolía.
En un vuelco feliz de la
fortuna
—compañera leal de
antigua suerte—
ya no acongoja la
insidiosa muerte
y hoy surcamos
sonriéndole a la luna.
Con tesón y avería
reparable
sorteamos la dura
tempestad;
nadie ha muerto —¡divina
voluntad!—
en la jornada heroica,
memorable.
Paroxismo de angustia es
hoy pasado
de aquella horrorosa
oscuridad:
fuimos presos de mística
humildad
ante el miedo a la muerte
y al pecado.
Sin rumbo nuestra nave en
ruda hora,
enfrentada a la noche, al
mar airado
de furibundas olas, ha
sumado
más gloria a la leyenda
que atesora.
Gracias a la virtud, la
indestructible
nobleza del navío y los
azares
homéricos burlados, en
los mares
acrece nuestra fama de
invencible.
Mientras me llega la
salobre brisa
aprecio el mar, feliz en
la cubierta;
pues el futuro del andar
despierta
ensueños que el espíritu
precisa.
Al levantar el ancla y
los adioses,
al proseguir la ruta del
crepúsculo,
recordaremos el terror
mayúsculo,
¡nunca desdeñaremos a los
dioses!
La terrible y diabólica
experiencia
nos revelaron las divinas
leyes:
en el mundo jamás seremos
reyes;
y ante la muerte, nada
de clemencia.